Estupidez y sensacionalismo. La
amalgama de estos dos ingredientes en generosas dosis es suficiente para
convertir a una planta que ha crecido durante los últimos siglos en nuestro
entorno más inmediato, pasando prácticamente desapercibida, en poco menos que
el enemigo público número uno. Es el estramonio o Planta del Demonio (Datura
stramonium), una planta psicoactiva presente en casi todo el mundo con una
intensa historia de relación con el hombre que poco tiene que ver con la
frívola orquesta mediática de la que últimamente es objeto. Tradicionalmente se
creyó que había formado parte del repertorio de plantas mágicas de las brujas
medievales europeas, aunque se acabó demostrando que ello no era factible, pues
el estramonio es originario del continente americano y era desconocido para los
europeos anteriores al descubrimiento. Posiblemente lo que utilizaron las
hechiceras en sus untos fuese la Datura metel, planta muy cercana al estramonio
originaria de Eurasia. Para su consumo elaboraban con manteca, estramonio y
otras hierbas alucinógenas, como belladona o mandrágora, una especie de
ungüento que se aplicaba por vía tópica. En una cita del siglo XV recogida
por Antonio Escohotado en su Historia de
las drogas se dice: «El vulgo cree, y las brujas confiesan, que en ciertos
días y noches untan un palo y lo montan para llegar a un lugar determinado, o
bien se untan ellas mismas bajo los brazos, y en otros lugares donde crece
vello, y a veces llevan amuletos entre el cabello». De lo antiguo de su uso en
Europa nos hablan hallazgos arqueológicos, como las semillas de Datura quemadas
encontradas en Hungría que demostraron que ya se utilizó en el Viejo Continente
hace miles de años. Uno de los primeros lugares en los que creció el estramonio
en la Europa moderna fue el jardín del herborista británico John Gerard, que
sembró unas semillas procedentes de Constantinopla a mediados del
siglo XVII. En Asia, sus propiedades son conocidas desde tiempos
inmemoriales. De hecho, en la India es considerada como una planta sagrada y
enteógena y, según el Vamara Purana,
el estramonio o Locura Divina rezuma del pecho de Shiva. En Indonesia, según la
tradición, las mujeres traicionadas vengaban la infidelidad de sus amantes con
un insospechado método: alimentaban escarabajos con hojas de estramonio y
posteriormente mezclaban los excrementos de estos con la comida que daban al infiel.
El desdichado acababa perdiendo el juicio. Su uso psicoactivo también está
documentado en Nepal, en Tanzania y en Haití, lugar este último donde se le
relaciona con el antídoto que se ofrecía a los zombis, es decir, a las víctimas
de la zombificación, mediante sustancias que producen un estado de latencia
similar a la muerte. Pero, sin duda, donde más importancia han adquirido tanto
el estramonio como sus parientes las daturas es en Sudamérica. El uso de estas
plantas en rituales mágicos entronca de lleno con el chamanismo y con la
cosmogonía de numerosos pueblos sudamericanos. Se trata de especies que forman
parte del reducido elenco de drogas tan respetadas como temidas, solo al
alcance de chamanes ya iniciados y vetadas al resto de los mortales. En la
cuenca del Cuyabeno, en la Alta Amazonía, el hijo del chamán don Alberto nos
contó cómo durante su rito iniciático en el chamanismo pasó varios días atado
para soportar el trance producido por el temido y respetado «floripondio» o Brugmansia arborea, planta directamente
emparentada con el estramonio. Desde entonces solo lo utilizaba en casos que
mereciesen justificadamente el arriesgado viaje. Gran parte de las sustancias
psicoactivas del estramonio son alcaloides tropánicos, responsables del
síndrome atropínico que puede afectar a quienes consumen cualquier parte de la
planta y que, frecuentemente, puede desembocar en el coma y en la muerte. Otros
alcaloides producen un delirio alucinatorio que puede llegar a prolongarse
durante días. Yendo aún más allá, las tradiciones de los pueblos indígenas de
Sudamérica aseguran que puede hacer perder el juicio definitivamente.
Pese a sus extraordinarias propiedades químicas, el estramonio es bastante ordinario en cuanto a su abundancia y hábitos pues posee dos características que lo han convertido en una planta extremadamente frecuente en cualquier rincón templado del mundo. La primera es que es una planta amante de los suelos cargados de nitrógeno, es decir, de suelos alterados, con presencia de ganado, de aguas contaminadas, de estercoleros, de basureros, de linderos de cultivos… lo que le ha facilitado adueñarse de un entorno cada vez más propicio para ella. La segunda característica es que ni los herbívoros salvajes ni el ganado doméstico se alimentan de ella, por lo que en lugares en los que el resto de herbáceas anuales han de enfrentarse a un ramoneo que limita su crecimiento, el estramonio —que alcanza hasta un metro en dos meses— se apodera rápidamente del terreno. Cunetas, solares, terrenos abandonados, taludes, escombreras… son hábitats en los que el estramonio se encuentra cómodo. Pero también son lugares demasiado cercanos a hábitat humano, y su presencia en ellos hace posible que, gracias a los ingredientes a los que nos referíamos al principio, se desate la psicosis en un momento dado. El primero de los dos elementos es la estupidez de unos jóvenes con tantas ganas de fiesta como escasa cordura, a los que alguien les había dicho que otro alguien a su vez aseguraba que aquella planta de blancas flores atrompetadas que crecía en la escombrera, junto a la casa en ruinas donde celebraban la rave, era alucinógena. «Alucinógeno», para alguien tremendamente desinformado sobre el tándem causas-efectos que cualquier aspecto de la vida tiene, puede ser sinónimo de diversión y de promesa lisérgica. Aunque en la vida real, y en solo cuestión de minutos, también puede serlo de ingreso urgente en un hospital para lavado de estómago a un paso de la muerte.
En ese punto se activa el segundo ingrediente, el sensacionalismo. Concretamente, el de unos medios más interesados en crear titulares efectistas que crónicas rigurosas y a los que no les avergüenza lo más mínimo encender una mecha en la que se suceden alcaldes, expertos en toxicología, policías y herboristas alertando sobre los peligros de una planta a la que nadie había prestado nunca atención y que ahora amenaza con convertirse en una nueva droga incontrolable. La tormenta mediática no hace sino generar el efecto reflejo entre otros jóvenes que, en otros lugares, siguen el ejemplo de los primeros, y que, incomprensiblemente, proceden también a intoxicarse con estramonio. A partir de entonces, la psicosis está servida y se desencadena una absurda persecución de estramonios en la que asociaciones de vecinos denuncian «plantaciones de la droga» en solares de sus barrios, la policía procede a «desmantelarlas» y los medios de comunicación a cubrir la delirante secuencia, retroalimentando, de paso, la psicosis. Nadie repara en que, para que una planta de estramonio perjudique a una persona, antes ha de ser ingerida por ella. Ni en que, a nuestro alrededor, en nuestros parques, jardines y arcenes, crecen y plantamos plantas considerablemente más peligrosas cuyo consumo es irremediablemente letal, como la adelfa, la melia, la cicuta, la thuya, etc… Y no seguimos porque nada más lejos de nuestra intención que despertar contra otras plantas una caza de brujas parecida a la desatada contra el estramonio. El verano, la época en la que podemos ver estramonios, pasó, y en otoño el terror a la Planta del Diablo comenzó a remitir. Ahora que policías y vecinos avispados habían aprendido a identificar a la planta maldita, esta se desprende de sus hojas y va desapareciendo por efecto de las heladas y de su ciclo biológico anual. Su presencia se va desvaneciendo de los solares y de las mentes, en las que próximamente dejará de existir. Pero en los esqueletos desnudos de lo que en verano fueron exuberantes y floridos estramonios se abren las espinosas cápsulas, dejando caer cientos de semillas negras que, ya en primavera, darán lugar a otra generación de plantas igual o más numerosa que la del verano pasado. Y a las que probablemente nadie prestará la más mínima atención —o quizá sí—. Y seguramente sea fruto de la imaginación, pero en algunas de las cápsulas abriéndose parece intuirse un rictus socarrón y cínico. Como burlándose de una especie cuya irracionalidad nunca deja de sorprender.
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